Excertas de la Publicación
"MEMORIA DE LA DICTADURA EN LA LEGUA"
Relatos, historias, cuentos, poesia y canciones de su gente


   

Introduccion - Mario Garces

Dos Historias… Dos Leguinos - Blanca Saldías

Testimonio - Gustavo Arias


Introduccion

Mario Garces


La Legua es una población emblemática situada en la zona sur de Santiago, “a sólo una legua” del centro de la ciudad. Hay muchas razones, de diversa naturaleza, que dan a esta población este carácter. La Legua fue una de las primeras poblaciones de Santiago, tal cual hoy las conocemos, y más significativo aún, surgió como producto de la propia acción de sus fundadores, obreros venidos del norte cuando declinaba la industria del salitre. Así nació Legua Vieja. Luego, se sumaron pobladores provenientes de una de las primeras “tomas” de que se tenga noticia, en 1947, cuando el Frente Popular todavía representaba una esperanza para los trabajadores de nuestro país. Así nació Legua Nueva. Más tarde, como si fuera todavía poca historia poblacional, se produjo una asignación de casas de emergencia cuando el problema habitacional hacía crisis en Santiago. Entonces nació La Legua, sector Emergencia, en 1951…

Pero, también hay otras razones para hacer de La Legua una población de renombre. Allí, socialistas y comunistas vivieron de sus mejores tiempos, el legendario socialista Mario Palestro, llegaba como a su casa, … y qué decir de los comunistas; La Legua, podría muy bien ser considerada como uno de sus baluartes. En los buenos tiempos, el PC no sólo tenía sede propia, centro de sociabilidad Leguina, con bailes los fines de semana, sino que activos militantes, reconocidos hasta hoy como fundadores de Legua Nueva. En pocas palabras, La Legua ha sido y es una población de tradición izquierdista.

Pero, hay más aún, en La Legua, por razones sociales profundas, de esas que en la televisión no tienen espacio, desde mucho tiempo han convivido “giles” y “choros”. Estas últimas son personas cuyo oficio o forma de inserción en la sociedad ha sido, valga la redundancia, “la choreza”, la transgresión social del orden, la delincuencia. Ellos también tienen su historia, a veces relativamente estable y de un buen pasar - algo así como la de un “choro pintao”, forma en que se designa en la población a un ladrón tranquilo-; otras, como la de los internacionales, los que operan en el extranjero, estimulan la imaginación de los más jóvenes. Pero, también hay otras historias, críticas y al margen de toda ley, como la que siguieron al golpe militar, en que muchos de estos jóvenes fueron asesinados, sin juicio previo, simplemente porque tenían marcas en el cuerpo o porque tenían “ficha”….

En esta histórica población santiaguina, el golpe de estado de 1973 no pasó sin dejar huellas profundas. En La Legua se resistió y combatió el día 11 de septiembre de 1973. La Legua fue la única comunidad urbana popular en que sus jóvenes rechazaron en combate abierto el golpe de estado. Se resistió con fuerzas propias y otras que llegaron de fuera, incluidos trabajadores de SUMAR, industria vecina de La Legua, que ya había hecho noticias por resistir un allanamiento realizado por la Fuerza Aérea, tres días antes del golpe, el 8 de septiembre.

En La Legua se resistió y rechazó a fuerzas de Carabineros y del Ejército, al mediodía y en la tarde del día 11. En efecto, un bus de Carabineros fue completamente inutilizado y un helicóptero del Ejército debió reportar emergencia y regresar a su base cuando fue alcanzado por varios proyectiles. Una ambulancia de Carabineros también debió retirarse en situación de emergencia la tarde del día 11, luego de un enfrentamiento en las inmediaciones de la Parroquia San Cayetano. Después de estos acontecimientos, las amenazas y acciones represivas se sucedieron con rapidez; tres pobladores perdieron la vida el mismo día 11, otros tantos al día siguiente y en los duros días que vinieron.

El más cruel fue el domingo 16 en que, al amanecer, vuelos rasantes de aviones hicieron crecer la amenaza de un bombardeo y, más tarde, un operativo conjunto de infantería, tanquetas y helicópteros castigaron a La Legua, allanando sus casas, maltratando a sus habitantes y llevándose a unos cuantos cientos de detenidos…
En esta historia de violación de los Derechos Humanos de los leguinos, siguiendo tanto el Informe Rettig como el posterior Informe de la Corporación de Verdad y Reconciliación, hemos identificado hasta ahora 44 víctimas de la población La Legua en el período de dictadura, considerando a los trabajadores de SUMAR y sectores aledaños a la Población La Legua.

Memorias de la dictadura en La Legua, recoge un conjunto de ensayos, relatos, cuentos, poesías y canciones producidos por hombres y mujeres, jóvenes y adultos de la población, que recrean sus memorias de los tiempos de la dictadura, en un formato más literario que testimonial. Ha sido el resultado de un Concurso y forma parte de un proyecto más amplio de memoria histórica, que ejecutan y coordinan la Red de Organizaciones Sociales de La Legua y ECO (Educación y Comunicaciones). …

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Dos Historias… Dos Leguinos

Blanca Saldías


Los que lo conocieron y lo recuerdan dicen del “Loco Melón” (que además era, El Pequeño), que era un choro respetado, de esos que salían a trabajar de terno, corbata y zapatos como espejos, los que hacían relucir más su dorada dentadura. Fichaba por el Norambuena (uno de los clubes con más historia en La Legua) y fue uno de los mejores punteros izquierdos que hemos tenido.

Cuando venía en el avión, portaba de equipaje maletas llenas de tesoros y no cualquier maleta, en nada se parecían a las simples maletitas que llevaba esa vez cuando, para aprovechar el contacto de sus amigos, tuvo que ratonear para poder cumplir el sueño de ir a lancear a Estados Unidos. Ciertamente, era un equipaje valioso, valiosísimo, pero más valioso aún era el otro, ese equipaje que portaba en el pecho que le hacía latir fuerte el corazón y que no lo dejó dormir en todo el viaje, el orgullo, ese que le llenaba todo el rostro con una sonrisa de satisfacción en su regreso, las cosas habían sido tal como las soñó, volvía triunfante y compartiría con todos ese triunfo y esa felicidad y para “el 18” (para el cual faltaba poco) tomaría con los cauros hasta quedar tirao.

Un suspiro profundo acompañó el momento en que volvió a apoyar los pies en lo suyo, la primera pisada, que no era la que se da al bajarse del avión, esa aún no era su casa, ¡esta sí! . ¡Por fin de nuevo en La Legua!, porque a pesar de traer los bolsillos cargados de lucas gringas, él era el mismo y cada vez que observaba a un niño en el callejón de los mojones, a pata pelá y con los mocos colgando, se miraba a sí mismo, la misma vida, como el cuento de la historia sin fin, como esa herencia que nadie quiere y que inevitablemente transmitimos de generación en generación.

Pasaron pocas horas, y ya todo el mundo lo sabía ¿Quién dijo que necesitábamos un diario local? Las noticias acá se saben volando, van de boca en boca, mi vecina se la cuenta a la señora de lentes del almacén y ella es como una publicación gratuita que se encarga de dar la información a quien le pregunte (y aún si no le preguntan). Se supo de su regreso, de su felicidad, de la cantidad de dólares y joyas que traía, de la casa que quería comprarse, o sea, que la cosa era en serio. El Loco Melón, que también era El Pequeño, venía cargadito al dulce.

Sucedido el golpe, comenzaron a darse los allanamientos uno tras otro, los bandos por la radio, los aviones sobrevolando La Legua, y el rumor de boca en boca que la población sería bombardeada. El Loco, si bien venía recién llegando, era también presa del temor, porque a pesar de que no había nada que se le pudiera imputar, tenía “monitos colgaos” (ficha) y eso era suficiente.

Para ese allanamiento, él estaba jugando cartas, el choro tiene esa capacidad de pasarlo bien aunque las cosas anden mal. Cuando se vive al margen o en el límite, se tiene que desarrollar esa habilidad, más aún, si la pista se te ha puesto pesada tantas veces. Pero ese día, ellos sólo jugaban cartas y tomaban, tranquilos, sin escándalos, algunos dicen que lo mejicanearon, que su gran error fue alumbrarse tanto, el caso fue que cuando los milicos entraron (los milicos en ese momento tenían más atribuciones que los pacos) ellos sabían que era lo que se avecinaba: el llanto, la desesperación y la angustia hizo presa fácil de ellos, y él, el Loco Melón (que también era El Pequeño) a quien la vida le había sonreído, que por fin podía vislumbrar el futuro con ojos sonrientes. No era posible tanta injusticia, en que pensaba Dios en ese momento, él que le había dado tanto. Ahora ya nada tenía sentido, el dinero, las joyas, la futura casa, la ropa de marca, todo lo tenía ahí, en ese momento, en esos instantes cargados de eternidad vagaron por su mente mil imágenes: su niñez, el hambre, la humillación, su glorioso viaje a Estados Unidos, pero aún los más desgraciados guardan un apego a la vida. Por eso decide darlo todo, ahí estaba todo, “pero por favor...” suplicó una y otra vez, era mucho, demasiado lo que estaba dando por una vida tan insignificante. Joyas, muchas joyas, en su vida esos infelices podrían volver a tener tanto, fue el momento de demostrar su miseria humana, el poder de tener un arma en sus manos y ante sus ojos un ser que para el resto de la sociedad era parte de una lacra, lo tomaron todo, ciertamente, pero ya la casa no importaba, la casa del sueño del futuro, porque después de tomarlo todo y llenarse los bolsillos, lo mataron al querido y respetado Loco Melón (que además era El Pequeño).

Los ácaros sobreviven a casi todo, no son frágiles como cualquier insecto. La vida de los insectos pende casi siempre de un hilo, como una hormiga, una araña, un saltamontes o una delicada mariposa. Ellos, en cambio han desarrollado la capacidad de resistir a situaciones límites; los ácaros y particularmente entre ellos, los piojos, como este del que les hablaré, han ido mutando para llegar a vivir donde sólo reina la muerte. Este es un verdadero superviviente y su historia habla del coraje y del apego a la vida de los mirados en menos, de los más insignificantes.

Después del día 11 e incluso ese día, la gente que podía se informaba de lo que estaba aconteciendo a través de los bandos, por radios a pilas. El nerviosismo, el temor y el pánico reinaban en todo Chile, pero aquí era más, lo que estaba sucediendo todos los sabían y nadie quería engrosar la lista. El ácaro no era la excepción, aquel personaje que había vivido tantas veces al borde de la muerte, protegido y sin miedo por su condición, esta vez sabía que era distinto, que todo proceso tiene su fin, que también la vida la tiene, pero ¿la suya? El no deseaba que fuese así y, pensándolo bien, era lógico, después de todo ¿existe algún ser que estando conforme con su existencia desee la muerte? Y él, verdaderamente, lo estaba con la suya, era amigo de sus amigos que eran muchos, se había reproducido y dos o tres ácaros vagaban por ahí con su misma sangre y vivía de lo que la vida le enseñó a hacer, se adaptó para sobrevivir en una sociedad que le fue hostil: ¿Qué podía estar mal entonces?

Frente a las situaciones difíciles existen dos posibilidades o actitudes a adoptar antes de que lleguen: una es pensar mucho y hacer votos de sufrimiento previo para ver si así no pasan, y la otra, es abstraerse porque lo que tenga que pasar, inevitablemente pasará. Y al parecer, después de pensarlo un poco, es la última la filosofía que decide aplicar el ácaro.

Pero el día de la redada llegó, como aquel zumbido que precede a los terremotos, el ácaro sintió el aviso en su pecho, ese peso que lo comprimía, tenía sus razones. El que era escurridizo por naturaleza, inútilmente corrió de un lado a otro, esta vez la mano que lo perseguía estaba mucho más ensañada, había decidido exterminarlos porque sí, sólo por eso. Con sus uñas lo tomó sin matarlo, el sufrimiento prolongado en ocasiones lo satisfacía, gozaba cada quejido de ellos, porque no fue sólo él, fueron muchos más a los que amontonaron, uno sobre otro, golpeándolos una y otra vez para ser llevados a un lugar del que no regresarían.

En el camino reinaba la desolación. Entre los rostros amoratados y cubiertos de sangre, podía distinguir la cara de sus amigos, quejidos, llantos, más quejidos y más llantos y el nombre de Dios. Ellos, los valientes, los tantas veces golpeados, hoy tenían fija la mirada en la muerte. En el vehículo se confundían entre lágrimas, sudores, orina y sangre. El ácaro saboreaba su propia sangre y su mirada era obstinada, sus ojos se negaban a ver reflejados el rostro de la ‘pela’, aún cuando en ese momento parecía más atractiva que de costumbre; todo en ese momento los encaminaba hacia ella, entre llantos, quejidos, sonidos de ultratumba y las risas de los milicos. Llegaron al cementerio, era absurdo, era completamente absurdo ese sentimiento suyo de aferrarse a la vida si los habían llevado al mismo cementerio para fusilarlos, no había nada que hacer en ese momento y sus rodillas comenzaron a flaquear.

Había unas fosas muy grandes ahí, seguramente en el lugar donde más adelante se construirían bóvedas o nichos. Ahí se les enfiló con brutalidad, pero matemáticamente, uno al lado del otro, rodeando el agujero fatal. El ácaro estaba perdido, el zumbido del terremoto comenzó de nuevo, pero no era esta vez en el pecho. Ahora era verdaderamente el zumbido dentro de su cabeza, rasgándole los sesos como un insecto infernal. Así durante un espacio en que no existía el tiempo y en un momento, la ráfaga de disparos y la calma, uno sobre otro. Dentro de la gran fosa se escuchaban unos quejidos, sólo unos pocos débiles, muy débiles. Para estar seguros y probablemente para que no sufrieran, en un generoso gesto de bondad, los milicos les regalaron una ráfaga más para estar seguros, y después se fueron.

Horas más tardes él, el superviviente, el mítico ácaro se levanta de entre los cadáveres, el pánico que se había apoderado de él fue su salvación, se desmayó en el momento de la ráfaga y los cuerpos que cayeron sobre él lo salvaron de los tiros de gracia. Como pudo, reptando, llegó a una población vecina al cementerio, todo cubierto de sangre pidió ayuda a una familia, los que lo ocultaron hasta el amanecer y le prestaron ropa para que se fuera, suplicándole que por favor no los comprometiera y llegó a La Legua, donde se había corrido ya el rumor de su muerte. Los hechos habían llegado a un punto de pesadilla, de pesimista película futurista y de pronto, en medio del caos, verlo de nuevo, a él, al ácaro, tembloroso, pero vivo aún, caras de risa y llanto, si lo estaban llorando y de pronto ver a su fantasma, tocarlo, tocarlo de nuevo, en verdad era irreal.

Sus amigos, los otros como él, donde reina una especie de confraternidad, de uno para todos y todos para uno, y ahora él era ese uno. Le juntaron el dinero suficiente para que atravesara al otro lado de la cordillera. Allí se encontró con otros chilenos, donde de nuevo pudo sortear la muerte, estuvo al lado de uno que sólo quería matarlo para vengar a su hermano. Se libró porque el otro no supo de quien se trataba hasta después, cuando ya era tarde, cuando ya había partido a la otra parte del mundo y ahí vive o, mejor dicho, sobrevive, porque eso es él, un sobreviviente, un ser que necesita de poco para subsistir, un ser simple, cuyo único estandarte es vivir, un ácaro.

Hoy, 27 años después, he visto su mirada pequeña, pero segura y el paso firme y silencioso del que nada teme ya transitar por las calles de la ciudad eterna.

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Testimonio

Gustavo Arias

Desde muy niños, hemos vivido en represión y marginación por ser de La Legua, y tuvimos que aprender a sobrevivir al hambre, la pobreza y a la indiferencia de los que más tenían, pero con mucho honor seguíamos adelante.

Teniendo 8 años, ya sabía ganarme unas monedas para ayudar en la casa. Me iba a la feria los domingos con mi carretón y hacía fletes a los vecinos, dándome las gracias y unas monedas.

Al colegio asistía todos los días, pero no era porque me gustara, era para tomarme el vaso de leche con cuáquer y las galletas de Caritas Chile. Luego, el almuerzo, siempre ayudaba a lavar los platos para así llegar con algo de lo que sobraba a la casa, para mis hermanos menores.

Fui creciendo y en el colegio se dieron cuenta de nuestra realidad, ayudándome y enseñándome a valorizarme como persona, siendo el vendedor del kiosco del colegio. La Profesora Jefa me hacía un sueldo para llevarlo a la casa, y así no dejara mis estudios, logrando ser uno de los 5 mejores del curso. Eso, me hizo muy alegre, pues el no tener una situación económica regular no era impedimento para hacer un poco más alegre mi existencia y sentirme digno.

Pero la realidad de los niños de nuestra población era diferente; no conocíamos el centro, mi mundo era el zanjón, Santa Rosa, Vasconia; donde había muchas parcelas, sacábamos frutas para llevar a la casa. Pasó el tiempo, se nos hacía más difícil seguir estudiando, nuestra familia era numerosa y todos ya exigíamos más a nuestros padres.

En el año 73, ya se notaba la represión de los industriales, había escasez de alimentos, se veía la necesidad de las cosas, los pobres éramos cada vez más pobres; en el colegio Cristo Rey nos regalaban leche y arroz para llevar a nuestra casa.

Cuando pasó el golpe de estado, nos encontrábamos en el colegio, eran como las 10 de la mañana cuando los profesores nos mandaron para nuestro hogar. Yo con mis hermanos teníamos que cruzar toda La Legua; los camiones pasaban llenos de milicos con sus rostros pintados y armados como si fuera una guerra, nos insultaban echándonos garabatos, andaban enfurecidos, no tenían conciencia de que éramos chilenos igual que ellos, se notaba un uso de poder. Las tanquetas y los helicópteros andaban por todos lados, intimidando y creando pánico, la gente corría, los niños lloraban, era todo como un acabo de mundo. Nos daba la impresión que nos bombardeaban en cualquier momento, al que pillaban en la calle lo ponían boca al suelo y lo tenían allí toda la tarde; a otros se los llevaban, había una desesperación tan grande que a muchos hizo cometer errores que pagaron con sus propias vidas por pensar distinto: fue una impotencia tan grande ver el abuso que hicieron los militares con sus propios compatriotas, estaban en guerra chilenos contra chilenos. Fue un verdadero campo de prisioneros.

Pasaron los días y, a pesar que había toque de queda, seguían los enfrentamientos. Igual salíamos a jugar, siempre tratábamos de estar en los patios de los vecinos para escuchar los balazos. Un día, mi hermano menor salió a la calle a jugar y se le pasó la hora y no llegaba. Mi papá se preocupó y salió a buscarlo, pues el toque de queda era a las 6 de la tarde y él no llegaba y se sentían muchos balazos, logró encontrarlo y traérselo para la casa, pero con tan mala suerte que, al llegar a la puerta, empezaron de nuevo los balazos. En la esquina de Alvarez de Toledo con Toro Zambrano, frente al actual consultorio, había militares en el techo de la panadería "las tres puntas". De ese lugar disparaban a todo lo que se movía, sin consideración alguna. Mi padre, para proteger a mi hermano menor, recibió un balazo en el hombro, logró tirarlo adentro de la casa, él se arrastró y logró entrar, muy mal herido. Nosotros quedamos aterrorizados al ver como le salía la sangre, no sabíamos qué hacer; él se desangraba; mi mamá le dijo a mi hermana Miriam, de 15 años, que fuera a pedir ayuda a los vecinos por el patio, logrando conseguir alcohol y algodón para ponerle en la herida. Mi papá se estaba muriendo, pero era tan valiente que nos hizo calentar la sangre en un sartén y se la tomaba; eso lo hizo mantenerse toda la noche para no desangrarse, logrando mantenerlo despierto hasta el otro día.

Al otro día, mi hermano mayor, que trabajaba en el matadero, consiguió una camioneta y lo trasladó al Barros Luco, encontrándose con un Hospital lleno de gente de herida y muertos. Mi papá quedó en los pasillos, en una camilla, no había quien lo atendiera. Pasó todo el día, luego lo atendieron para detener la hemorragia; no le pudieron sacar la bala, porque estaba muy cerca del corazón, le dieron el alta. Mi hermano mayor se lo llevó para cuidarlo, nosotros nos quedamos en casa con mi madre para cuidar la casa, ya que los militares no tenían ningún sentimiento y derribaban puertas y arrasaban con todo. Aprovechándose de su poder, actuaban peor que animales, se les notaba una rabia que ahora pienso que andaban drogados. No respetaban ni edad ni la propiedad privada, varias veces nos allanaron, poniéndonos a todos en fila o contra la muralla: niños, mujeres y adultos. Ellos eran los que mandaban.

Sentimos una impotencia tan grande cuando, estando en nuestra propia casa, que tanto nos había costado, con tanto esfuerzo, ellos arrasaron con todo, no sé que buscaban: armas, dinero, joyas…, pero nosotros éramos pobres, luchábamos por ganarnos el alimento diario no más. Siendo tan niños tuvimos que pasar esta experiencia tan cruel que nos dejó con trancas.

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